Si yo pudiera contarte…

Veintitrés años como veintitrés soles,

veintitrés floridas primaveras

que un diecinueve de enero

se llevó la parca lentamente

en calmas horas de la siesta.

 

La precaria situación,

el trabajo, la penuria, la pobreza;

¿dónde estaban los dioses entonces?,

¿dónde estaban Zeus, dónde Poseidón,

¿dónde Atenea?

¿No existen los dioses para los pobres?

¿No para la miseria?

 

La parca llegó a hurtadillas

aprovechando tantas grietas,

y de un solo zarpazo

—rotundo, concluyente—,

arrancó la vida de una madre

obviando menesteres y carencias.

 

Allí quedó el chamizo a solas,

allí la gran tragedia

de un padre hecho pedazos,

de una madre asfixiada y muerta;

y allí quedaron dos retoños

tan solos como el chamizo,

la soledad o la conciencia.

 

La huida, la cobardía, desesperación,

la falta de hombría, la inmadurez

—todo lo que tú quieras—,

del padre roto y desorientado

que agachó los hombros

—hombros exánimes y caídos—

para llorar sus penas.

 

(¿Quién soy yo para criticarlo,

quién para juzgarlo,

quién para dictaminar sentencia?

No me encuentro en condiciones

de arrojar alguna piedra).

 

La hora del reparto

—el momento de la «sutil» herencia—,

una decisión atroz,

si a dos hermanos se les priva

de su natural querencia.

 

No sabría decir

a quién tocaron oros y a quién bastos,

o puede que los bastos no surgieran,

porque agradecidos estamos ambos

por la suerte de los dados,

por la vida que nos dieron,

por su abnegación y entrega.

 

El paso de los años, la distancia,

alguna que otra carta,

el encuentro definitivo

—¡por Dios qué circunstancias! —,

una rotura inesperada

—¡qué poco dura lo bueno! —,

una larga y dolorosa ausencia.

 

Hoy te escribo desde el WhatsApp

este tristísimo poema,

para —una vez más—

recordarte quién somos

—como si tú no lo supieras—,

o tal vez para aliviar esta herida,

herida que nunca se cierra.

 

«¡Oh!, las veces en que siento

al tirano pensamiento

que me abruma con su carga»,

¡ah!, las veces que pretendo

sepultarlo y estrujarlo, sepultarlo…

y hacer versos sin pasiones,

con palabras y palabras y palabras.

 

Pero es en vano todo intento:

por doquiera me atropellan

reflexiones y recuerdos,

ilusiones y quimeras,

ensueños y delirios y fantasmas.

 

Si yo pudiera decirte,

si yo pudiera contarte,

sin pasiones ni conceptos,

con palabras y palabras y palabras,

amiga del corazón,

¡hermana mía del alma!,

si yo pudiera decirte,

si yo pudiera contarte…,

«¡hija de mí misma madre!».

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